Me cuesta no pensar en Kirby como la mascota no oficial de Game Boy. El personaje, uno de mis favoritos de este medio, sigue protagonizando maravillas como Kirby and the Rainbow Curse (Masuda Kazushige, HAL Laboratory, 2015) o Kirby: Planet Robobot (Kumazaki Shinya, HAL Laboratory, 2016), pero su excelente primer juego hace que lo asocie para siempre a la portátil de Nintendo. Además, como muchos juegos de su generación, Kirby’s Dream Land es un juego brevísimo, así que esta semana lo traemos para celebrar la concisión de los juegos retro, las dosis exactas del ladrillo de Nintendo. Un Shortplay de antes de que nos planteásemos que el concepto era necesario.

Kirby’s Dream Land (Masahiro Sakurai, HAL Laboratory, 1992)

Game Boy

30-60 minutos

Desde el momento en que enciendes la GameBoy o la Consola Virtual (o el emulador, pillastre),  Kirby’s Dream Land te pone en movimiento y te arrastra por el escenario como un vendaval, siempre hacia adelante, puro dinamismo trotón y alegre hasta llegar a los títulos de crédito. Todo en él es empuje, desde el agradabilísimo control al estupendo diseño de niveles, pero hay un elemento particular que marca el compás por encima de los otros: la banda sonora de Ishikawa Jun, veterano músico de HAL Laboratory (sigue en activo: lo puedes escuchar en la trilogía BoxBoy). A menudo pienso que el primer Kirby se entiende mejor desde su música: más que un juego es un disco, o mejor aún, el videoclip interactivo de ese disco.

Es una cuestión de duración, sencillez, musicalidad y presión. Me explico: Kirby dura más o menos lo mismo que un álbum entero, por lo que lo puedes completar y revisitar cuantas veces quieras en huecos razonables. ¿Te acuerdas de cuando escuchábamos los discos de una pieza? Pues un verano yo, cada dos por tres, enchufaba el ladrillo y recorría Dream Land de principio a fin en poco más de media hora.

Kirby es tremendamente fácil y eso es algo que adoro de la saga: es amable y accesible sin que su sencillez lo haga plano: se centra más en la variedad y el ingenio que en la prueba agónica. Kirby es fácil pero nunca aburrido. No es que ignore o subvierta el modelo de juego clásico sino que da menos importancia al reto que al ritmo. Antes cinética que esfuerzo, alegría que tensión.

Si la musicalidad es el manejo del movimiento con sentido, estructura, plasticidad, ritmos y rimas, la musicalidad del videojuego sería una musicalidad del control, esto es, una interpretación (performance) del movimiento. Todo en Kirby es bonito (los enemigos, los escenarios, las animaciones) y todo se mueve con gracia y unidad, como una coreografía del plataformas clásico o una sinfonía de los 8 bits.

La presión, por último, es aquello inmediato que hace que el jugador deba seguir jugando, aquello que nos mantiene activos. Es lo que pasa si soltamos los controles y dejamos que la partida continúe sin nosotros: Sonic se impacienta y nos apremia, las piezas de Tetris siguen cayendo y Pac-Man sigue avanzando por su cuenta. Kirby, como juego amable, no nos penaliza por detenernos, pero desplaza toda la presión a su banda sonora, a sus melodías vivas y ritmos rápidos y marcados, como de locomotora a las estrellas. Puedes quedarte quieto pero el estado natural de su mundo es el brío.

Así, las composiciones de Ishikawa se entretejen entre sí y con los efectos de sonido, y definen y animan un mundo en el que, como en un cartoon clásico, todo está en permanente baile. Al final de cada nivel, Kirby se multiplica por tres y ejecuta una felicísima coreografía de victoria: la imagen perfecta de mi disco-juego favorito.