Partimos de la base de que ni usted ni yo jugamos para perder. Por poco competitivos que seamos, emprendemos cada partida con el objetivo de avanzar, de progresar en el juego hasta llegar a la meta final y lograr esa ansiada recompensa a nuestro éxito. Nadie juega para fracasar pero, sin embargo, cada vez son más los juegos que acaban en tragedia.

(Agárrense, vienen spoilers moderados en todo el artículo.)

Recientemente pude ponerle las manos encima al estupendo ‘Castlevania: Lords of Shadow’, esa épica y muy europea recreación del clásico. Todo en esta obra está cargado de desolación, de perdición. En la piel de Gabriel Belmont recorremos un camino que comienza con una tragedia y ha de acabar peor; para cuando el verdadero final llega no hay vuelta atrás: somos quien lucha con monstruos y mira el abismo, como avisaba Nietzsche.

Impactado por ese certerísimo último golpe me adentro en el salvaje territorio de los foros. Entre críticas, alabanzas y trolls leo la pregunta clave: “¿pero no hay ninguna forma de conseguir un final bueno?”

Esperamos de los juegos que nos permitan triunfar siempre, salir de la aventura con la mejor de las soluciones, arreglar todos los problemas. Al fin y al cabo, eso es un videojuego: un sistema de reglas que nos penaliza y nos premia. La narrativa ha de responder a esas normas: si completamos el juego queremos nuestro final bueno.

La resolución final del conflicto está en nuestras manos y si fallamos basta con volver a cargar la partida. Pero el relato, astuto bicho, se cuela en cada grieta y prospera y crece como más nos va a doler. La complejidad del videojuego moderno hace que sobre sus simplicísimas bases sistémicas se levante una catedral de emociones y experiencias. Y con ello, perdemos nuestro poder.

Estamos acostumbrados a ver fracasar a los protagonistas en el cine, la televisión o la literatura. Saber si su odisea acabará bien nos empuja a seguirlos. Nuestros avatares, no obstante, no pueden fallar, porque entonces seríamos nosotros los que lo hiciéramos: por mucho que nos gusten los finales de ‘Ico’, ‘Shadow Of The Colossus’ o ‘Metal Gear Solid 3’ siempre nos quedará la sensación de que podíamos haber hecho algo más, de que podríamos repetir todos los pasos con mejor resultado.

Déjenme que me ponga, de nuevo, pelín académico: Anders S. Lövlie hablaba del jugador como un “reenactor”, un recreador de situaciones preexistentes. El diseñador, narrador todopoderoso, teje una red por la que nos movemos empujados hacia un final y una experiencia ya definida; en el mejor sentido posible, nos manipula. Incluso en aquellos juegos que alardean de libertad de decisión y variedad de finales, el camino emocional está perfectamente medido. Jugar es recrear, volver a recorrer como propios los caminos de otros, aunque esos caminos no acaben bien.

En el momento en que Nariko, de ‘Heavenly Sword’, empuña la espada celestial, sabe que le quedan pocos días de vida haga lo que haga. Su éxito (nuestro éxito) será derrotar al enemigo de su pueblo, aunque ella ya no pueda ser salvada. El asesinato de la familia de Max Payne es inevitable, y las recurrentes pesadillas jugables que nos obligan a revivirlo son una manera de subrayar la inmutabilidad del pasado. No podemos escapar de ese último disparo en ‘Snake Eater’. La victoria en estos juegos, pase lo que pase, será agridulce.

Diría que, pese a todo, siempre ha de haber una victoria jugable, que el fracaso no puede ser completo. Me cuesta imaginar un juego que nos deje sin reto final o no nos permita superarlo, de la manera en que los Coen nos privaban del clímax en ‘No Country For Old Men’. Pero esa doble capa entre reto y relato no es un obstáculo, sino al contrario: las tragedias interactivas tienen el potencial para herir más porque duplican los derrotados.

Los fracasos de Wanda, de Ico, de Snake o de James Sunderland nos seguirán siempre también como propios. El arrepentimiento, la frustración, la pérdida, harán que la tristeza de esas magnificas historias se nos clave aún más adentro. Porque ni usted ni yo jugamos para perder, pero la catarsis de vivir un buen relato complejo y matizado puede ser una recompensa emocional incomparable.

V the Wanderer

(Artículo publicado originalmente en Videoshock.es el 18 de mayo de 2011)