Según las cuentas de varios académicos de mucha nombradía, la semana que viene La Inercia cumple cinco años. Otros, rebeldes de la investigación, afirman que hace tiempo que los cumplió. Una tercera facción, directamente ya terroristas de lo biblioteconómico, sostienen que La Inercia no cumple años porque La Inercia es eterna, sin principio ni final, siempre ha sido y siempre será, existe más allá del tiempo y del espacio y es, en resumen, infinita y circular. Nosotros no nos vamos a posicionar y por si acaso llevamos ya varias semanas de celebración gitana.

La elección de V

SHIRO SAGISU Y ARIANNE SCHREIBER – KOMM, SÜßER TOD

El título se lo toma prestado a Bach. Los acordes, a Pachelbel. El Hammond suena sorprendentemente parecido al de a ‘A Whiter Shade of Pale’, y nadie va a negar que ese tramo final es hermano de ‘Hey Jude’. Y aun así, o precisamente por ello, es una de las canciones más únicas que me he cruzado.

Aparece durante el mejor apocalipsis que ha visto el cine (y una de las escenas más sublimes que se han hecho nunca, en general), en la epifánica y delirante ‘The End of Evangelion’. Tras capítulos y años de calentamiento, Hideaki Anno nos golpeó en la sesera con un contraste climático, una suma de apoteosis visual, tema agónico y melodía optimista que ahora puede parecer formulaica, pero a finales de los 90 nos pilló a todos a contrapié.

La vi por primera vez, junto al resto de la película, en un Salón del Cómic en la estación de Francia de Barcelona, antes del DVD y del torrent, apelotonado junto a un par de decenas de fans. Pocas veces he sentido tal frenesí de fan fatal. El dueño del stand, escuchando las quejas de sus compañeros, paraba la cinta cada poco rato para despejar la zona; creo que debimos de tardar unas tres horas en ver un film de noventa minutos. Por suerte la canción la reprodujo del tirón, casi ocho minutos sin interrupciones, y ya se nos quedó a todos el virus en el cuerpo. Con su mezcla de Bach, Pachelbel, Procol Harum y los Beatles, con su universo singular de apocalipsis personales.

La elección de Withor

NICK CAVE AND THE BAD SEEDS – MERMAIDS

Me llamo Adrián Muñoz y, a mis 31 años, ya puedo decir que he tocado techo como periodista. Es triste la confesión, pero todavía más imaginar que nunca volveré a vivir, por lo menos a este nivel, una semana con tanto reconocimiento como la pasada. En los próximos días, mis compañeros ya no me llamarán para preguntarme si he visto que mi noticia estaba en ese preciso instante en el Huffington Post, en la contra de El País, en el telediario de Antena 3, en el matinal de la SER o en algún periódico inglés, holandés o venezolano. Y serán otras noticias, y no la mía, las que generen comentarios, debate en las redes y divertidos hashtags. Aspiraré a que sean centenares las personas que me lean, y tendré que olvidar los millares. Y lo de salir en ‘Cuanto cabrón’ volverá a ser una quimera.

Como Bernstein y Woodward, he tocado el cielo antes de tiempo. A diferencia de ellos, mi revelación no tendrá un lugar en la historia. No me llevaré a la tumba el secreto de mi garganta profunda, porque no existe, ni apuestos actores me interpretarán en el celuloide. A mis 31 años, con toda la vida por delante, he condenado mi carrera a la más absoluta mediocridad. En la carrera de periodismo aprendimos muy pocas cosas, y entre ellas no estaba cómo redirigir tu vida una vez has llegado a lo más alto. Mi único consuelo, mi medicina para sobrevivir a este infierno que me espera, es que pasen los años y, algún día, desde la calle de enfrente, alguien me observe fijamente mientras le comenta nervioso a su compañero: ‘Míralo, por ahí va. Aquél es el chico de las sirenas’.

La elección de Raúl

THE TOKENS – THE LION SLEEPS TONIGHT

Ya está, ya la tengo, ya ha empezado, algo tardía, la temporada de lagartijas en casa de este verano. Encaramada a una bombona de butano, vivísima por el bochorno la muy taimada, sólo la intuí: amarillo pardo, no demasiado aparatosa, y veloz como el viento, se escondió ante mi presencia en algún lugar del lavadero. La acorralé (si no es grandota me vengo arriba en un arrebato cínico) y rocié insecticida para convertir de nuevo en un problema el noventero agujero de la capa de ozono.

Los que me conocen saben que lo mío con estos reptiles es algo ancestral, o material bueno para Jung o uno de esos. ¿Batallitas? Pues pánico infantil cada estío, porque era seguro que antes de la vuelta al cole me iba a topar con una de ellas en el váter, en la despensa, en el pasillo, bajo la nevera, en la habitación. Imprevisibles y ásperas, me inmovilizaban, me bloqueaban, pese a que todos me decían que eran buena gente, válidas para comerse los mosquitos y mantener la rueda alimenticia del ecosistema.

Qué sé yo. Con los años tolero un poco más. Me adapto, como todo el mundo, a que la casa se vuelva un pequeño zoo (aún espero al corzo, eso sí). El otro día vi que llegaban las primeras cucarachas rojas, las americanas, las que se suben a las cosas. No me dan especial aprensión, y por despiste he llegado a pisar alguna con el pie descalzo, sin gran drama. A mí me gustaría tener bichos más amables pero qué se le va a hacer: llego tontorrón y mesiánico a casa y estiro los brazos como Ace Ventura sonando la canción selvática por excelencia. Pero una vez más esto no es Hollywood: en lugar de ardillas y suricatos me vienen las putas salamandras y me amargan la vida.