Hace tiempo que no me río de verdad. Me refiero a carcajada limpia, a desternillarse de risa. Reírse y ya está, sin análisis mediante. La risa más pura, la que nace de las entrañas, de lo más profundo. Una risa casi violenta, que duele, más de homo erectus que de homo sapiens. La risa como purga, como instrumento para entrar en trance, casi pulsión de muerte; una risa que es casi una droga, que dinamiza nuestro ser, transforma nuestro ambiente y nos licua el cerebro. Una risa primigenia, salvaje, sincera.

No es que antes nos riéramos más o tuviésemos más sentido del humor, pero sí que de tanto en tanto nos reíamos de verdad. Eran episodios esporádicos, quizás diez, doce o quince al año, en el que como las nadadoras de natación sincronizada todo se paralizaba a nuestro alrededor y lo único que podíamos hacer era reír. Uno, dos o tres minutos en los que sólo existía la risa, en los que no éramos nosotros. Varias decenas de segundos de ruidos guturales y abruptas expresiones faciales. La risa y nada más, o la risa y el más absoluto vacio. Pequeños momentos catárticos compartidos sin raciocinio alguno que justificaban una amistad, una pelea, nuestra existencia.

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El otro día pensé que ya apenas nos reímos de verdad y eso me puso triste. Y comprobé que no es algo exclusivo de mí y de la gente que me rodea, sino una tendencia general. Cuando crecemos dejamos de reír a carcajadas. Ya casi no se producen estos pequeños ataques de jolgorio. Sonreímos mucho, nos burlamos entre nosotros, la mofa tan presente como siempre, pero la risa de verdad nunca se apodera de la escena. Guardamos la distancia, no queremos que nos controle. La carcajada impía como sinónimo de majadería. El fin de la risa rebelde, la nueva era es para la risotada socialmente aceptada. Como cuando pasamos de emborracharnos los sábados por la noche a tomarnos dos vermuts los domingos al mediodía. Dejar de reír a carcajadas para ser más adultos. La falta de risa como símbolo de madurez y señorío.

A veces pienso que volverá a suceder, que un día al azar y sin esperarlo podremos volver a acompasarnos y empezar a reír sin parar, al unísono, con la perfección de un reloj suizo o la conjunción de los planetas, una orgía de músculos faciales tambaleándose sin mesura, una coreografía excelsa de mandíbulas enloquecidas, una comunión de ojos llorosos, palabras que no surgen, pequeños espasmos; una purificación completa y coral sin reglas ni artificios tan sincera a nuestros treintaytantos como lo era a nuestros veinte. Que el fin del mundo nos pille bailando y, a ser posible, con una mueca de felicidad y una estruendosa carcajada de banda sonora.

@Adriwithor