Andan estos días los políticos llenando igualmente plazas de los pueblos, mítines y juzgados, y en esos paseíllos para ver al magistrado se esconden toda una suerte de liturgias y de efectos nimios que, en realidad, tienen una simbología devastadora. Se habla mucho de la mano en el cogote a Rodrigo Rato para meterlo en el coche detenido, una mano aleccionadora, generacional, innecesaria y enfática, una mano que no es una mano sino el final de una época, y todas esas grandilocuencias metafóricas que pueden poblar cualquier análisis del ‘rise and fall’ de ese (más pomposidad y aseveraciones obscenas), el mejor ministro de economía de la historia de España.

Hay quien dice que no todos somos iguales ante la justicia. Seguramente sea verdad. A detenidos de enjundia no se les colocan las esposas y el lujo del calabozo variará en función del rango. Sin embargo, a mí me parece que en algo sí nos iguala, en tanto que se nos reduce a ser sólo hombres y mujeres: me llama la atención la gente que va por la calle sin equipaje, esto es, sin bolsos ni carteras ni carpetas ni papeles. Él y sus circunstancias. Él y su soledad, como esa convicción algo bohemia y bunburyana de decir que vamos por la vida sin lastre, dispuestos siempre a salir volando, a viajar libre, casi de un día para otro, y no dejar demasiado atrás. Ver a alguien que no sea yonqui andar por la acera sin portar nada tiene algo de simplificación y acercamiento a la pureza, como si así no pudiera prevaricar, extorsionar, robar.

Eso nos pasa cuando vamos a un juzgado. Personas con responsabilidad, que firman, dan el visto bueno, corrigen y suscriben un montón de documentos, se las ve ahí, menguaditas, saliendo del interrogatorio con las manos vacías, como si fueran a un cumpleaños o a jugar a pádel, pero sin chándal. Gente que en su día se empantana en papeles, facturas, convenios y contratos, se queda desguarnecida, y en esa miseria personal que emparenta en la desnudez a Urdangarin bajando la rampa de Palma de Mallorca con Fortu en la playa de ‘Supervivientes’ se esconde sólo un amago de igualdad, como la desprotección de un examen oral (acaso van así para contrarrestar los miles de extractos y páginas del sumario que les acabarán enjuiciando). En el otro extremo, en la cúspide de la maldad simbólica (o la desconfianza al menos) aparece, sobres aparte, el maletín como metonimia: ven a alguien con él por la calle y la imaginería les llevará a pensar en comisiones, primas, compras de partidos y alcantarillas del Estado, cosas de espíritu sombrío.

miguel rios2‘Yo sólo soy un hombre’, la desnudez emocional de Miguel Ríos

Llegados a este punto, ese tránsito judicial se puede equiparar, de la misma manera burda y patillera, a la filosofía, y ahí aparecen Mecano con ‘Sólo soy una persona’ y sus menciones vanas a Sartre. También habrá un vaso comunicante con el amor, en tanto que igual que en la declaración ante un juez se nos despoja de todo, y así lo admite Miguel Ríos, entre otros: ‘Yo sólo soy un hombre que necesita tu calor’. Ahí, en la pretendida desnudez emocional, se alcanza la nitidez y pulcritud del sentimiento. No hay nada más que un hombre (vale, y si acaso ese pelazo de Alex Kidd y el coro sesentero) clamando por ser querido, igual que se demanda justicia, sin armas ni papeles ni defensas ni argumentos negro sobre blanco, entregándose a lo que surja como sólo un hombre sin poder, sólo en apariencia, claro.

Tres canciones, 273. La elección de Raúl

MIGUEL RÍOS – YO SÓLO SOY UN HOMBRE