Me lo recordaba hace poco una amiga (emprendedora): “Hay mucho mito en esto de los emprendedores. No es verdad que Apple naciera en un garaje”. Me vino esta conversación a la cabeza hace poco, mientras miraba un extracto de la entrevista que al actor Antonio Banderas le hacían en el programa El Hormiguero.

Después de recordar uno de nuestros pecados nacionales (la envidia), contaba el actor malagueño (por quien siento – no voy a negarlo – una gran admiración, aunque no tanto por sus películas) que la gran lección que había aprendido en Hollywood era que “las cosas se pueden conseguir. No hay sueños imposibles”. Y añadía: “Es el mensaje que trato de transmitir a los jóvenes: si yo lo he conseguido, tú lo puedes conseguir. Se trata de trabajar y de soñar muy fuerte”.

Banderas continuaba su arenga señalando verdades como puños: que en España falta espíritu emprendedor, que la mayoría de nuestros jóvenes universitarios aspiran a un puesto de funcionario (o a un contrato indefinido, que es casi lo mismo) y que sin gente que se arriesgue (¡que emprenda!) es imposible levantar un país.

No le falta razón a Banderas. Pero hay algo en su mensaje – y en todo este discurso dominante del emprendedor – que me provoca reservas (por decirlo con suavidad): y es el desdén por lo que los antiguos griegos llamaban la Diosa Fortuna, a saber, todas esas fuerzas y circunstancias que escapan a nuestro control (también del de los emprendedores) e ignoran el mérito personal.

El emprendedor se ha convertido en una especie de héroe romántico – que no griego, pues este era consciente de las (malas) jugadas de la Fortuna – que considera, por decirlo con Javier Gomá en su estupendo Filosofía mundana, que “el verdadero hombre es aquel que, como el genio, vive exclusivamente para su propio mundo y sus necesidades interiores. En consecuencia, el modo de ganarse la vida se le antoja a este sujeto moderno – artista genial en potencia – algo enojoso, indigno de él, un accidente de la vulgar exterioridad ajena a su mundo”.

Por ganarse la vida entiéndase aquí el tener un trabajo asalariado o un puesto de funcionario, esas vulgaridades del mundo laboral moderno. Y esto no va con el emprendedor modélico, ese “artista genial en potencia”: este, como recuerda Banderas, “quiere ser dueño de su propia vida, no quiere estar en ninguna oficina, con un jefe por arriba”, quiere “tener una idea, desarrollarla con unos amigos y pelear por ella”.

Banderas tiene razón, y a la vez, no la tiene: pues obviamente no todos podemos ser emprendedores ni podemos desarrollar ideas brillantes; ni todo esfuerzo, por mucho trabajo y dedicación que conlleven, nos conduce inexorablemente al éxito. Ni tarde ni temprano. Pues como recordaba aquel viejo lema de los humanistas florentinos (y cito de nuevo a Gomá), virtú vince fortuna: la virtud incrementa las posibilidades de conseguir aquellos bienes que requieren esfuerzo, trabajo y sacrificio, pero desgraciadamente no garantiza nada.

Con lo que (otra vez Gomá), “cuidado con ofuscarse y creerse predestinado al triunfo desdeñando la fuerza del acaso, porque los dioses se divierten entonteciendo con esas gallardías a quien previamente han decidido derribar. Las Moiras preparan a cada uno de nosotros un lote personalizado en el que la buena suerte tiene una tasa máxima irrebasable mientras que la proporción de la mala es potencialmente sin tasa”.

Esto es así. Y quien no lo haya entendido es que, simplemente, no se ha enterado de qué va la mitad de la copla. La del negocio. Y la de la vida.