Tres canciones, 268. La elección de Raúl:

EL GOL DE NAYIM – BLANCA

Hay goles con sello de autor, que logran eso tan difícil de identificar la diana en la jungla de la memoria, dentro de los miles de millones de tantos anotados en la historia del fútbol: el gol de Weah, el gol de Mendieta, el gol de Maradona, el gol de Vieri, el gol de Ronaldo, el gol de Iniesta, el gol de Koeman, el gol de Nayim o el gol de Abreu, que en realidad no fue gol sino una ocasión clarísima marrada por el delantero uguruayo. Han pasado a la posteridad por su ejecución bellísima o hiperbólica, y también por su historia, y a veces por ambas cosas. Es una trayectoria entera, en ocasiones la vida al completo de un club, reducida a un chicharro, a un instante, al nombre de un futbolista sin que haya que añadir nada más.

Ahora que está de moda hacer literatura del fútbol (atención, que en Tarragona acaba de abrir el bar Panenka, sintetizando un poco eso) y aplicar al balompié una mirada nostálgica, yo me voy a quedar con un gol que quizás, sobre la estadística, no diga mucho, porque simplemente fue un tanto para el 5-4 final que le procuró al Barça un acceso a semifinales de Copa del Rey. Sin embargo, aquella diana (hablo del gol de Pizzi contra el Atlético de Madrid en 1997) que acaba de cumplir 18 años tuvo una carga simbólica importante para mí. Lo marcó quizás mi futbolista favorito de los años 90, el argentino Juan Antonio Pizzi, aquel al que ponía siempre como referencia en la Liga Marca, algo así como el Cretácico del actual Comunio. El tanto amplificó para siempre el cariño que se le tenía al ariete: un tipo afable y conformista con su rol de secundario, de salir siempre en los últimos minutos y sacar petróleo. Si ese era su cometido, lo de aquella noche fue el cénit de ese perfil modesto.

barçapizzi

Se juntó mucha leyenda para arropar a aquel buen Barça que, de todas formas, andaría a años luz de lo que lograría una década después. En el fútbol todo es generacional y a todo se le busca un instante clave, aunque aquel tanto no fue más que un broche apoteósico para un equipo con magníficos jugadores que vivía en cierta anarquía. Esa noche el portero Vitor Baia completó un partido desastroso, el atlético Milinko Pantic metió los cuatro goles de su equipo y el Barça, que perdía 0-3 al descanso, rubricó la remontada en medio del delirio en sólo 45 minutos. Fue la noche también en la que los técnicos Robson y Mourinho, que habían puesto en liza un once defensivo, acabaron jugando con todos al ataque. Las malas lenguas dicen también que fue ese día cuando Stoichkov le dijo a Pizzi que saliera a jugar sin que el entrenador, Bobby Robson, le ordenase hacerlo. A los futboleros nos gustaría quedarnos a vivir en partidos así, en esos desbarajustes que a veces se dan en algunas prórrogas suicidas.

La jugada en sí no tiene mucho. Faltaba poco para el final, hubo un centro a la olla, un remate de cabeza, un despeje del portero y un balón muerto al lateral que Pizzi empalmó con el exterior al otro palo, de volea bruta pero colocada. Una locura propia de equipo irregular, caótico e imprevisible que acabó ganando ese título gracias a una acción en la final que también podría ser icónica: un disparo terrible del nigeriano Amunike que se iba desviadísimo y que, después de una serie de rebotes, acabó en las redes. Pizzi también marcó en aquel duelo ante el Betis pero su gol célebre, el gol de Pizzi, ya lo había metido dos eliminatorias antes.

Yo, que antes era muchísimo más aficionado del Barça (los años diluyen el forofismo a cantidades homeopáticas), entré en la espiral del fan. Poco después de aquel 5-4 cogí de la biblioteca el CD más raro de mi historial de préstamos y robos: la locución íntegra de aquel encuentro, a cargo del radiofonista Joaquim Maria Puyal (TV-3 estaba de huelga aquel día y sólo ofreció el sonido ambiente durante buena parte del partido). Creo que no lo escuché entero pero lo pasé a cinta y ahí sí me centré una y otra vez en aquellos segundos de éxtasis, en uno de esos tontos rituales en los que ahora cuesta reconocerse.