Antes de que el Boeing 777 se estrelle contra el mar, que a efectos para la salud viene a ser lo mismo que cemento, imagino al amasijo de hierros retorciendo nuestro cuerpo y haciéndolo estallar cerdamente; a poder ser, convertido todo el fuselaje en una gran bola de fuego, apagándose en pleno Índico, en mitad de la noche. No es bonito, en principio, porque la poesía viene luego, con el silencio tras el fabuloso estruendo.

El avión malayo (tal concepto podría bautizar un after crápula) tiene mítica y miga para la conspiración (saben Dios e Iker que fueron los intraterrestres) pero también la belleza simple de un poema común, de esos típicos de jugar con los elementos de la naturaleza y arramblar ahí las primeras metáforas que hablen de la inmensidad del mar, de lo complicado que es buscar y no encontrar al amor por todos los confines del planeta.

mh370

Háganse una idea, entonces, si hay que buscar debajo del mar, y casi en el fin del mundo, como es el caso: los últimos esfuerzos están siendo a dos mil kilómetros de Australia, en la nada, como Albacete pero en agua. Para mí es la misma épica, tanto si hay que rastrear cuerpos o a la amada perdida, como a una caja negra que se escabulle en el océano. El colmo de tanto sentimentalismo, absurdo ante la prosaica e implacable realidad en la que te devorarán los bichos, es esta canción, hermosísima, entrañable y con un ápice de humor, de distancia obscena si se compara con los llantos desesperados de los familiares del vuelo MH370, puro y doloroso histrionismo asiático.

Ojo al punto de partida, con la historia al revés. Es ella, la chica, quien embarca en un navío en la Segunda Guerra Mundial, y él, tristísimo, quien se queda en tierra muy pocho y narra el relato truculento: por un error de distancia un submarino de Hitler torpedea el buque y lo envía al fondo del mar. La pena eterna, el pesar tremendo para el viudo del submarino, es intuir la mímesis de su novia ahogada con los fondos abisales y recordarla cada vez que devora unos calamares o prepara un centollo. «Siempre que pelo una gamba recuerdo su forma de besar», dice esta letra, casi un cuento o una fábula, de Juan Antonio Canta, en su único disco en solitario. La música es una copla añeja, insana, imperfecta.

Hasta fantasea el protagonista, rebozado en melancolía pero de la buena (la que es figura retórica), con estudiar cartografía, veranear en Fuengirola, enrolarse en el Calipso y sumergirse a buscarla en el batiscafo de Cousteau, en este tierno acto de amor que rememoro siempre que hay una catástrofe aérea o un submarino como el Kursk revienta y nos sirve el relato en bandeja: la primera canción de amor subacuático y quizás también el primer tema en incluir la palabra ‘equinodermo’. A mí me parece maravilloso echarle tantos kilos de azúcar y tragicomedia al drama y que quede bien.

Al cierre de esta edición, seguían buscando al enigmático MH370 por Australia, todavía entre confusiones, irresolubles dudas y pistas falsas, con los radares locos y con el hilillo de rastro de las cajas negras (aún sin hallarse) a pocos días de extinguirse para siempre. Ya se asume que quizás no habrá respuestas, que nunca se ofrecerá una explicación. El olvido arrecia, al tiempo en que las noticias van descendiendo en las ‘home’ de los digitales. Mejor así: a más lejanía, a más profundidad, a más insondabilidad, más romanticismo novelesco en mitad de la destrucción. Hollywood prepara película pero para mí el avión malayo es ya trama en sí, es ficción, es un poema, es elegía, es copla.

raúl