Tres canciones, 262. La elección de Raúl:

CHUCHO – MAGIC

Leyendo libros de crónicas personalísimas sobre recuerdos de fútbol (devoro con bastante fruición la colección Hooligans Ilustrados), detecto un denominador común en el que me incluyo, inevitablemente en la regresión a la infancia: nuestra creencia sólida en el pensamiento mágico. Ahora veo que también les pasaba a otros. Llámenlo superstición, manías o tontería buena, pero yo me pasé la niñez y la adolescencia jugando en casa con pelotillas de todo tipo y pensando que mis acciones aquí determinaban lo que podía suceder al día siguiente en el Camp Nou o a mí mismo en el colegio. Un juego consistía en enviar la bola a la pantalla de la tele, esperar el rebote y rematar yo de cabeza al larguero, que era el palo horizontal en el asiento de una silla. Si lo lograba, el examen me iría bien, pensaba en aquellos escenarios tontilocos. Y así armaba auténticos disparates domésticos. Sin llegar al balón reglamentario de fútbol, allí toda esfera (y hasta un mono de peluche) valía para inventarse unas reglas que duraran apenas un rato.

«El Barça ganará si hago esto», imaginaba yo, y me planteaba, a lo mejor, el reto de darle tres veces de cinco disparos en determinado punto de una baldosa. Como una vidente, pensaba en que mi fortuna con esos juegos iba a condicionar mi vida diaria. La puerta de la despensa hizo las veces (muchas) de arco para mis peripecias con una pelota de tenis a la que pateaba sin cesar (o remataba de cabeza o controlaba con el pecho). Y ojo: no le ponía menos valor que el que hoy puedo derrochar si salgo a correr. Recuerdo interminables concatenaciones de jueguecillos así, un oscurísimo sumidero de tiempo que robaba, supongo, a hacer los deberes, tarea procastinada hasta la noche.

juego

Driblar sillas, buscar carambolas de billar en el pasillo, caracolear en la cocina o encestar en determinados huecos de la casa también eran prácticas que formaban parte del repertorio, quizás una evolución de ir por la calle pegándole patadas a las piedras (los tiempos en que las zapatillas no duraban más de tres meses). En ocasiones hasta acababa sudando, aunque pocas veces se rompió algo en casa, si acaso algún cristal de la lámpara del comedor. No había hábito ni costumbres: cada planteamiento era único y yo, en el órdago que me echaba a mí mismo, ponía las normas y las condiciones. Sí había trampa: si no conseguía lo planteado por mí mismo, lo volvía intentar, y las oportunidades siempre eran infinitas (como el episodio de Los Simpsons en el que el sorteo para repartirse las labores del hogar siempre era de prueba).

(En una variante puramente futbolística, siempre tuve tres ideas mágicas o convicciones absurdas más: 1) que durante un partido era mucho más fácil y más vistoso marcar en una portería con mucho fondo de red, quizás porque el balón enredándose en esa madeja de hexágonos de tela da un efecto más espectacular. 2) que los futbolistas zurdos eran mejores sólo por el hecho de ser zurdos, pensamiento que luego contó con más adeptos, que no tenían por qué conocerse entre sí. 3) que llevar botas blancas te volvía un poco más talentoso, te daba un plus de calidad, en tanto que parecía hacer la conducción más sedosa).

Luego los años pasaron y aquella mezcla de deporte en casa y pensamiento sobrenatural, patética vista desde afuera, no se tradujo en un especial abanico de rituales confiando en el destino; por suerte la paranoia se fue desalojando al tiempo en que yo me retiraba de aquel balompié de habitación. Ya no creí en combinaciones extrañas y, en el final de la inocencia, me abandoné al rigor, a la lógica. Yo, que no creo en quinielas, horóscopos o predestinaciones, hubo un tiempo en el que de crío osé desafiar a las leyes aceptadas de la causa y el efecto. Cuidado, no se equivoquen: estaba claro que aquello que yo hacía sí valía y tenía su repercusión. El problema era que en otro lugar alguien hacía exactamente lo mismo, con el deseo inverso, y me neutralizaba.