Pasarán los años y se seguirá hablando del larguísimo travelling de ‘Sed de Mal’ (que tampoco es tan largo), del cadáver en la piscina narrando su propia muerte de ‘El crepúsculo de los Dioses’, de la alineación de la Tierra, el Sol y la Luna de ‘2001. Una odisea en el espacio’, de la conversación sobre pollas y propinas de los gánsters de ‘Reservoir Dogs’, de la agobiante paranoia de Marcello Mastroianni en ‘Ocho y medio’ o de las orquestadas carreras por la playa de ‘Carros de fuego’ como los mejores inicios de películas que se han concebido jamás. Todos ellos son maravillosos, pero debo reconocer que ninguno me marcó tanto como el de ‘La grande bellezza’, la obra maestra de ese genio llamado Paolo Sorrentino.

La clave es la sorpresa generada previamente a través de varios elementos: la sinopsis de la película, la retahíla de premios que ha recibido y el cartel en el que se observa a una persona de avanzada edad apostada ante una inmensa escultura de un dios que parece ser Poseidón. Con estas premisas, lo último que uno espera encontrar cuando pulsa el botón play es aquello que justamente aparece en pantalla. De ahí el impacto, los ojos como platos, la incredulidad ante la imagen, el genio de Sorrentino.

La acción se sitúa en un céntrico ático de Roma, a escasos metros del Coliseo, en el que hay montado un señor festival que bien podría situarse en Salou o Lloret de Mar. Llama la atención en un primer momento que muchos de los allí presentes recibieron el bautismo hace 50 o 60 años (Italia sí es país para viejos). Edad avanzada, pero no les falta la marcha. Todos bailan extasiados. Pupilas dilatadas, corazones bombeando por encima de sus posibilidades, riesgo inminente de infarto. Tensión, por lo tanto, para el espectador. También hay gemidos. Y mariachis. Hasta una enana. Quizás cualquier cosa que existe en el universo puede estar allí. Quizás el ático romano es en realidad el aleph borgiano.

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La cámara sigue su propio curso, campando a sus anchas, revoloteando entre todos ellos. Inerte, pero con vida propia. Serpentea, sube y baja, siempre mostrándonos a alguno de los especímenes que por allí merodean hasta posarse en el lugar indicado para presentarnos al protagonista de la fiesta y de la película, Jep Gambardella. La cámara se para. Él sonríe. Vuelve la agitación y la música y la fiesta pero unos minutos después todo se ralentiza. Los asistentes danzan pero se mueven muy lentamente. Ahora Gambardella está parado. Se saca un cigarro y la cámara se acerca a él muy despacio. El gentío se sigue moviendo, absorto en su ritual. Cuando por fin la cámara alcanza su destino, Gambardella ya no sonríe. Todo el mundo bailotea y ríe, pero él está quieto y triste. Y a mí, en ese preciso instante, me cuesta pensar en una escena mejor dirigida que ésta.

¿Pero qué bailan? Entra en escena Raffaella Maria Roberta Pelloni, o lo que es lo mismo, Raffaela Carrà, icono televisivo de la España de los noventa, cantante, presentadora y actriz que llegó a rodar una película en Hollywood junto a Frank Sinatra. Quién le iba a decir a ella y al cotizadísimo Bob Sinclair que un remix juguetón de ‘A far l’amore comincia tu’ (para los españoles siempre será ‘explota explótame expló’) pensado para sonar en Pachá Ibiza a las 5 de la mañana se iba a acabar utilizando (con un rol decisivo, siempre en primer plano) en una de las películas europeas más premiadas de los últimos tiempos. Raffaella Carrà pasa a la historia del cine por poner voz a una orgía en la que participan todos los sentidos. Me alejo de la premisa principal del artículo y pienso en el azar, en la aleatoriedad del universo y de las cosas que hacemos, en si existen o no las casualidades, en el determinismo. Mientras tanto, la fiesta continúa y empieza a sonar ‘Mueve la colita’, pero Jep Gambardella sigue parado y triste, y así lo estará hasta el final de la escena y de la película, por mucho que la música más pachanga jamás creada se empeñe sin éxito en impedirlo.

@Adriwithor