El fúmbol y yo somos archienemigos naturales, como Holmes y Moriarty o Aristóteles y la placa de metal con pinchos. Mi odio no viene de una pose intelectualoide (conozco tipos muy inteligentes y cultos que memorizan los ángulos de los goles del Barça) ni de un afán salvapatrias (un mundo con Bill Murray sin Óscar no puede salvarse). Qué va. Mis motivos, para el que pregunte, son otros. Los de  aquí abajo.

No van los tiros por el pan, el circo ni el opio. En ésto, como en otras tantas cosas, hemos confundido causa y consecuencia: el pueblo se basta solito para procurarse sus opiáceos y el veneno está en la dosis. Adormece tanto una Eurocopa como echar doscientas horas en el Skyrim, secarse el cerebro con novelas de caballerías o dedicar la vida a los dioses del metal. Las autoridades de esta página recomiendan un consumo responsable, patatín, patatán. Así, si no me gusta el fúmbol es porque:

· Soy un tipo básico y sensible y todo ese ruido me impresiona. Lo que otros ven como ilusión o celebración (vocerío, con los puños en alto y la garganta abierta, al celebrar un gol) a mí me recuerda a una horda de vándalos, suevos y alanos tomando Roma a la de tres. Paso muy sincero miedo.

· Tengo en alta estima el silencio y la tranquilidad zen. No es que no me vaya la jarana pero cuando entro en un bar quiero poder oír a mis compadres, no los decibelios de los cuarenta, el telecinqueo o el balompié a toda penca.

Lerdos de manual

· En este país es materia obligatoria. Una profesora de periodismo criticó mi desinterés diciendo que «hay que saber de fútbol, porque es culturilla general». La misma culturilla general, supongo, que las desventuras de Belén Esteban, los ex-componentes de DreamTheater o los linajes de Juego de Tronos. O sea, mierda inútil.

· Siempre me jode el quesito naranja del Trivial.

· Como dijo Vigalondo, al fútbol le falta narrativa. Unos buenos flashbacks, una historia personal, una rivalidad que se extienda más allá del campo de juego. Como en el wrestling, si me apuran. Sin esto, no es más que noventa minutos de gente que va de un lado para otro.

· Todos los futbolistas de moda se llaman Ronaldo y encima pretenden que los distinga.

· Estéticamente es más bien ramplón, monótono, peñazo. Los campos y los uniformes son todos el mismo repetido. Le faltan la belleza escénica del ciclismo, la asombrosa motricidad de algunas disciplinas atléticas y artes marciales o la heroicidad de las carreras de fondo. Súmenle una realización audiovisual poco arriesgada, plana, muy lejos del espectáculo de una SuperBowl, y tenemos generador de bostezos. El fútbol (y ésta es mi principal queja) es un ladrillo importante.

· Al hilo de lo anterior, no es extraño que un encuentro acabe con el marcador intacto. Frenético. ¿Existe otro deporte en el que sea posible no puntuar en dos horas?

De fiesta en el campo

· Es un asunto cíclico, repetitivo hasta el extremo. Apenas acaba una temporada y ya está en marcha la siguiente, que calcará en todo a la anterior. La roca de Sísifo era en realidad una pelota reglamentaria.

· Los peinados de la mayoría de jugadores piden lanzallamas.

· Copa la mayor parte del telediario, un espacio que ya de por sí es altavoz de sandeces. Un entreno rutinario del Madrid siempre será más importante que una hazaña en submarinismo o una carrera de montaña.

· Soplapolleces informales como «la roja», «san Iker» o «Guti» se fijan como apelativos oficiales. El fútbol vive de motes pandilleros.

· Más allá de la caricatura, la mayoría de futbolistas son gente joven, sin estudios ni inquietudes, sin contacto con otro mundo que no sea el de clubes y místeres. Unos paquirrínes de la vida sin nada que decir. Y aún así, cada día se les pone un micro delante.

Referencia en estilismo, según la fuente

· Se habla de él como se hace de política, religión o estado: con adscripción dogmática y vitalicia, con énfasis radical. El balompié es hereditario, pasional, cuestión de identidad. Y sirve para definir al enemigo. O conmigo o contra mí.

· Provocaba que me aburriera infinito en el patio del colegio, donde me negaba a perseguir una botella de plástico que hacía las veces de balón.

· La identificación con el equipo lleva al seguidor a hablar de éste en primera persona del plural. «Ayer ganamos». «Os dimos una paliza». Lo cual da tanta rabia como las folklóricas que hablan de ellas mismas en tercera persona.

· Suele ir acompañado de música machacona, simplísima: o canciones del verano o trilladísimos himnos rock. ‘We are the champions’ nunca mais, por favor. Le cantan himnos Bisbal o Melendi: en lo musical y paramusical el fúmbol es, de nuevo, un ladrillo soberano.

· Suena a vuvuzelas y bocinas.

· No tiene tensión sexual alguna, salvo un posible homoerotismo que no me interesa. El buen cine, la buena música, suelen tener energía libidinosa latente, pero el fúmbol es cosa de virilidad castiza y camachos de sudor.

· Mouriño. Guardiola. Cada uno por motivos diferentes hacen que su deporte sea algo detestable.

· En sus celebraciones todo está permitido, y el hincha medio se convierte en sustituto perfecto de los imbéciles borrachos que arrasan Salou cada verano.

· Es como el ajedrez, según el futbolista alemán Lucas Podolski, pero sin dados. Y yo no puedo concebir el ajedrez sin dados.

V the Wanderer